sábado, 1 de noviembre de 2008

el barrio de los difuntos





Primeros de noviembre. Días de cementerio. La gente del pueblo, -a la que veo de cementerio en cementerio, de boda en boda (tristeza en tristeza, fiesta en fiesta)- conserva los mismos gestos de siempre, la misma piel. Con lo años, a los que ya quería los quiero más. A los que recordaba los recuerdo más. Los lugares que pisaba los piso más. El pueblo sigue siendo la parte más púdica de mí. Mi tía es todo eso. La admiro, antes en silencio, ahora se lo manifiesto. El pueblo, este y el otro, es mi patria y mis zapatos. Y hoy de nuevo la muerte en forma de cortejo y culto. Ya me es familiar todo lo de la no vida. Y sin embargo parece que la hay. Complicidades cotidianas con los muertos y su mundo. Alguien cercano murió y le gustaba montar en bici, en su lápida han puesto una bicicleta con su ciclista y todo. No se habla de otra cosa en el barrio de los difuntos. Pero es que ha habido otro antes, que era albañil (estaba orgulloso)  y han pintado una paleta. Hacemos un recorrido buscando las novedades del barrio de los difuntos. Una madre se volvió loca al morir su joven hijo en un accidente y en el nicho solo hay el estribillo de una canción y  el dibujo que tenía la camiseta que llevaba su hijo. 
  Paseo solo cuando ya se han ido casi todos. Se me acerca un señora mayor, conoce a mi madre. Yo a ella no. Me pide que le ayude a buscar la tumba de su hija. Murió hace 40 años. Había perdido antes a su marido. Al mes de morir su hija se tuvo que marchar a Barcelona a trabajar (y también huyendo, intuyo). Dejó encargada y pagada la lápida para su hija pero no llegó a verla. Desconfía de que la pusieran. Desde entonces no pudo (no quiso, intuyo) volver al pueblo. Hoy ha entrado en el cementerio cuando ya casi todos lo habían abandonado. Es imposible encontrar donde está su hija. En una hora y media le he leído todos los nombres que figuran en las tumbas del cementerio. En algunas no hay nada escrito, entre estas debe estar su hija. Nos dirigimos a lugar donde asegura que la enterraron. Era en el suelo. Ahora ese suelo no existe como tal, en su lugar se ha construido una fila de nichos a lo alto y a lo largo. Por aquí debe estar. A la mujer le gustaría ponerle flores a su hija. No murió en la guerra civil ni en la revancha que vino después, pero también tiene derecho a adornar su memoria. Durante estos 40 años ha estado llevando flores cada día de los difuntos a una tumba sin nombre en un cementerio de Barcelona. La eligió al azar y mentía a todos diciendo que allí estaba enterrado un familiar lejano. Necesitaba una representación material de lo espiritual. Pero aunque la tumba no tenía  nombre, si tenía número. En el ayuntamiento existía una lista oficial de los enterrados en ese cementerio, cada uno tenía un número, el  mismo que aparecía en los nichos. Un día por fin  la mujer se decidió y fue al ayuntamiento. Rellenó el impreso necesario. Y pasados los días recibió la respuesta. Hace un año descubrió a quien había estado llevando flores durante casi 40 años.   

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